Me refiero a las últimas elecciones nacionales, claro está.
Alguno verá en este titular un principio claro de insania o de demencia,
pensará: “menudo disparate acaba de soltar por esa boquita”. Pero no, no es un
comentario soltado a la ligera, ni con intención morbosa o polémica. Se trata,
más bien, de una expresión irónica, reflejo de las reflexiones que rondan mi cabeza desde hace dos semanas.
Un fraude electoral representaría un síntoma inequívoco del
desprestigio acuciante del establishment político, de la pérdida de control
sobre la población, de su debilidad para perpetuarse en el poder. Y, a su vez,
se convertiría en el detonante perfecto de la crispación social, dirigiéndola
hacia una auténtica revolución popular.
El fraude permitiría fijar un enemigo claro, exógeno, delimitado en la figura de una casta
política embaucadora. Permitiría aunar fuerzas al grueso de la población en pos
de un mismo objetivo: derrocar un sistema caduco y tramposo, que se sirve del
amaño para consolidarse. Nuestro bastión sería la seguridad de que no somos
unos pocos, de que somos mayoría. De que el gobierno es tal, gracias a la
fuerza de la estafa y la ilegalidad. Tendríamos un gobierno que, además de ilegítimo, sería ilegal.
[Alguno me podrá rebatir la anterior condicionalidad,
argumentando que el gobierno(o gobiernos) ya se ha servido de medios parecidos
para alzarse con el poder. Que se ha aprovechado de una ley electoral más que
dudosa, que favorece a los partidos mayoritarios y posterga a la izquierda
genuina. Y no le quito razón, más por el apartado de las circunscripciones
provinciales que por el método de asignación de escaños.
Además, podrá añadir, que existe un nada desdeñable número
de abstencionistas, elecciones tras elecciones. Un 29,14% en las últimas sí, y
eso sin contar votos nulos y en blanco.
Claro que podemos hablar, sin tapujos, de un gobierno poco
democrático, pero, sin embargo, legal. Y ésa es la losa que debemos superar.
Ése es el punto en el que debemos centrar nuestras críticas: la legalidad que
otorgamos en las urnas.
Porque, no nos engañemos, una circunscripción única
cambiaría ciertas cosas, pero me temo que el gobierno sería el mismo. Perdería
la mayoría absoluta, con su consiguiente debilidad, pero seguiría gobernando.
Y, respecto a las abstenciones, abrirían el abanico de posibilidades pero no se
puede saber a ciencia cierta si cambiarían las tornas, eso es más bien tarea
de quiromantes.]
Y, sin embargo, nos encontramos ante un gobierno que yo me
atrevo a calificar como ilegítimo, pero legal. Y esa barrera merma mucho las
fuerzas revolucionarias, hace añicos las ilusiones de aquellos que sueñan con
que en los “próximos comicios” surja un síntoma inequívoco del derrumbamiento
del sistema.
Porque tal y como está montado dicho sistema, nuestro sistema, el rango de acción
política se limita, casi por completo, a un simple y mero voto cada cuatro
años. De poco sirven las movilizaciones sociales, las manifestaciones, las
proclamas. Ellos ya saben de sobra
como están las cosas y por más que gritemos no nos van a prestar mayor
atención. Ceden en lo que quieren ceder, como hemos visto en el último decreto
ley sobre los desahucios, para aparentar democracia y magnanimidad.
Diariamente dirigimos nuestras frustraciones, nuestra rabia
y nuestra impotencia hacia la clase política. Pero es que para que haya unos
elegidos debe de haber unos electores, y es ahí donde tenemos que hacer
hincapié. Porque por más que gritemos al oído de un politicucho, éste no nos va
a oír, es sordo para el clamor popular. Y también es ciego, manco, cojo y lerdo
para todo lo que tenga que ver con la voluntad del pueblo. No así para el
capital, para sus jefes.
Hay que gritarles a nuestros conciudadanos, a nuestros
convecinos, a nuestros amigos, a nuestros hermanos, a nuestra familia... para
que despierten de una vez del letargo en el que se hayan sumidos. Debe ser un
grito atronador, incesante, que no conozca parangón en todo el mundo. Y una vez
que realicemos tal hazaña, que logremos su atención, comienza lo realmente
arduo: enseñarles como es el mundo que les rodea de verdad. Comportarse como un
padre con su hijo, como un maestro con su alumno, como el sol con nosotros
mismos. Descubrirles que hay detrás de la apariencia, de las sombras, para que
adquieran el verdadero conocimiento que nos hará libres. Libres de las cadenas
de este sistema que nos maltrata, nos ahoga y nos corrompe. Que nos impele a
comportarnos como androides sin emociones, que nos cataloga como mercancía
barata. Que nos engaña para que ignoremos la verdad.
Y después de todo eso (casi nada), descartada la vía
violenta (una nueva guerra civil, sería
una masacre y no una batalla), nos quedarían dos opciones: jugar al mismo juego
que nos propone el sistema o ser desobedientes. Las dos factibles, las dos
legítimas. En nuestra mano está la elección, en nuestra mente la revolución y
en nuestro corazón la victoria.
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