sábado, 29 de diciembre de 2012

Rememorando nuestros sueños


Existen acontecimientos que, por su envergadura, suelen representar un punto y aparte, un cambio de rumbo en el devenir histórico. Máxime, si nos referimos a un conflicto armado.

Durante el desarrollo de tales sucesos, suelen coexistir, paralelamente, dos realidades de distinta composición.

Así, por un lado, el 1 de abril de 1939 se derrumbó, con la victoria del ejército sublevado, la II segunda república española y se inició el período conocido como dictadura franquista.
Ésa digamos que fue la parte palpable de los acontecimientos. Las muertes, la crueldad, el exilio, las persecuciones políticas, los fusilamientos...etc.


Pero también, existe otra parte más abstracta, no menos importante. La victoria franquista supuso el fin de la época de la divergencia, en la que todas las opiniones eran consideradas por igual, en la que la libertad de expresión era más que un derecho, una obligación. En la que las palabras y las ideas brotaban y fluían sin cesar. Se erradicó por completo cualquier intento de revolución popular, cualquier intento de luchar por una sociedad más justa, solidaria y confraternizada. Y se instauró el tiempo del pensamiento único, del miedo a la verdad y de la censura.

A ello, hay que sumarle la escaramuza final, una lucha de desgaste, que se libró entre las más que mermadas fuerzas revolucionarias, bajo la máscara de la clandestinidad y la infiltración, y la maquinaria franquista, imparable en su labor represora.


La represión, por su propia naturaleza, se encarga de detener y acallar cualquier voz contestataria y opuesta a lo propugnado por el poder. Su misión principal se basa en crear un clima de terror y desconfianza, a través del despliegue violento y desmedido de sus fuerzas contra cualquier forma de disensión, que impida que germinen ideas de calado revolucionario en el resto de la sociedad.

Y en ese sentido,  el régimen franquista cosechó una importante victoria (más importante que la bélica, si cabe) frente a sus adversarios. Sin dejar de lado los valiosos hitos logrados por la izquierda durante (y con anterioridad) la mal llamada transición democrática, los acontecimientos así lo demuestran.

[Llegado el punto en el que tocaba luchar, decidimos claudicar (bajo el pretexto del consenso). Llegado el momento de exigir, decidimos permitir. Llegado el momento de continuar lo que nos habían arrebatado, decidimos seguir con lo que nos imponían (sí, una vez más). Llegado el momento de decir “¡no, hasta aquí!”, decidimos tragar y decir sí. ¿Democracia?, ¿transición? Ja, me río yo de semejantes palabrejas.]

Lo demuestran, porque cuando se nos brindó la oportunidad de tomar partido en la política, aunque de manera nimia, decidimos votar a los mismos que nos habían gobernado con puño de hierro y que sólo habían cambiado de careta (y no de bando).

Lo demuestran, porque el dictador no murió en la horca, sino en la cama, en paz.


Lo demuestran porque aún mantenemos en pie su última voluntad.

Y así fue como, unos por miedo, otros por comodidad, otros por ignorancia, otros por agotamiento, otros por rutina, otros por desinterés… la mayoría se desvinculó de la política. Era el momento perfecto para las excusas… y para los motivos, pero nos decantamos por lo primero.

Eso de la “apertura democrática” sonaba francamente bien. Por fin, íbamos a poder emular a nuestros vecinos europeos. ¿Quién en su sano juicio iba a oponerse a tal avance, a tal progreso? Con un sólo y minúsculo voto cada cuatro años, íbamos a poder disfrutar de una soberanía plenamente democrática y ciudadana. No haría falta interesarse por la macroeconomía, ni por los aspectos sociales… Simplemente bastaría con sopesar detenidamente, cada cuatro años, a quien podríamos votar. O ni eso siquiera, se podría pensar la noche antes de los comicios, así ahorraríamos tiempo y esfuerzos baldíos. Sólo faltaba aquel eslogan de: “En cómodos plazos y sin intereses”. Pero, desgraciadamente, intereses siempre los hay, ¡y vaya si los había!

Además, con la llegada de la “democracia” pudimos conocer de primera mano las bondades y excelencias del sistema capitalista. ¿Qué importancia podría tener el desmantelamiento progresivo de los sectores públicos estratégicos para cualquier sociedad justa y equitativa que se preste? ¿Qué importancia podría tener trabajar más horas de las que se cobraban, o como mucho cobrarlas en negro, si lo ilusionante era poder disfrutar de dinerito contante y sonante? Dinero con el que uno podía satisfacer todos sus impulsos consumistas irracionales y aparentar felicidad, donde en realidad se ausentaba. Había llegada la hora del descanso, del deleite, del vicio… Atrás había quedado aquella etapa de represión dictatorial, de sufrimiento, de lucha clandestina… Ahora tocaba disfrutar de la dolce vita, tocaba una estancia en el paraíso tras el infierno. Trabajar para comprar, sin pararse a pensar: podría ser el eslogan en este caso.


Como un esclavo que ha vivido toda su vida en cautividad y que, repentinamente, es despojado de su yugo y sus grilletes, confundimos libertad con libertinaje, creyéndonos ciudadanos cuando somos, en verdad, idiotas (ἰδιώτης), a un paso de convertirnos en ilotas.  Optamos por el vicio, el deseo material, la desidia y la ignorancia… Creyendo que eso nos haría más libres que antes.

Desaprendimos a participar en la política, olvidamos el sentido y la importancia de una conciencia activa y comprometida. Delegamos nuestras responsabilidades como ciudadanos en unos señores que vestían con traje y corbata y que dialogaban con majestuosidad en un hemiciclo. Desapareció la figura de Franco, pero no el franquismo. Lo teníamos tan interiorizado, tan mimetizado, tan inculcado… Que seguimos comportándonos como súbditos, como lacayos a los que su señor agasaja con unas cuantas baratijas, que brillan mucho, eso sí, pero que no dejan de ser lo que son: migajas.

Y ahora, encima, vienen a reclamarnos la cuenta de nuestra barra no tan libre. Y nosotros descubrimos que nos tienen bien agarrados por la pechera (por no citar otras partes más púdicas)… Algunos se dan cuenta de que en este juego, las cartas estaban repartidas con cierta manipulación escandalosa, que el resultado ya estaba pactado… Y a nosotros, como tontos, nos toca, nuevamente, perder. Y nos lo tenemos bien merecido, sí señor, no todos, por desgracia, pero si la mayoría… Y es que el rebaño nunca dejará de ser rebaño, al parecer.

Pero no hay lugar para llantos y lamentaciones, no es el momento pertinente para imprecaciones y ataques furibundos. Es el tiempo de actuar, de rectificar nuestros errores, de resarcirnos de nuestro pasado y de reconciliarnos con nuestro futuro. Si uno es capaz de abrir una ventana a la esperanza, podrá atisbar un horizonte repleto de inseguridades y temores, pero también de valores, de ideales, de sueños, de personas…

Como comentaba al inicio, la instauración de la dictadura franquista cercenó las posibilidades de establecer una sociedad basada en el respeto, la solidaridad y la justicia, entre otros valores. Por aquel entonces, los lastimeros ideales se vieron forzados a huir envueltos en improvisados petates de la mano de miles de exiliados. Aquellos moribundos ideales agonizaron lentamente, al igual que los incontables cuerpos exánimes de tantos y tantas bajas republicanas.


Ahora ha llegado la hora de recuperarlos, de revivir el espíritu revolucionario que se estaba gestando durante la guerra civil, de apoderarse de la soberanía por la fuerza, por la fuerza de las palabras, de remar todos en una misma dirección. Ha llegado la hora de despertar del eterno letargo en el que estamos inmersos, de adquirir una conciencia plena y activa, de reanimar el poder que siempre ha estado en el pueblo, aunque lo ignoráramos.

Ha llegado la hora para todos aquellos que comparten un mismo anhelo de justicia y de libertad, para aquellos que creen en un futuro mejor, para aquellos que ven un retoño y no un bosque arrasado. Para aquellos que están hartos de las excusas y de las espaldas, y que tienen ganas de aferrarse a los motivos y de dar la cara. Para aquellos a los que no les importa arrimar el hombro y luchar codo con codo, sin escatimar esfuerzos, hasta el último aliento. Para aquellos que han decidido tomar la iniciativa porque se han cansado de esperar al mesías.


En todos y cada uno, se alberga un corazón que late con la fuerza de un huracán. Es el espíritu de la revolución que ya se ha extendido por todo su ser y que se ha adueñado de su voluntad. No intentes nada, déjalo fluir y él te marcará el camino: el destino es una opción, la lucha, una obligación. 

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