Existen acontecimientos que, por su envergadura, suelen
representar un punto y aparte, un cambio de rumbo en el devenir histórico.
Máxime, si nos referimos a un conflicto armado.
Durante el desarrollo de tales sucesos, suelen coexistir,
paralelamente, dos realidades de distinta composición.
Así, por un lado, el 1 de abril de 1939 se derrumbó, con la
victoria del ejército sublevado, la II segunda república española y se inició el
período conocido como dictadura franquista.
Ésa digamos que fue la parte palpable de los
acontecimientos. Las muertes, la crueldad, el exilio, las persecuciones
políticas, los fusilamientos...etc.
Pero también, existe otra parte más abstracta, no menos
importante. La victoria franquista supuso el fin de la época de la divergencia,
en la que todas las opiniones eran consideradas por igual, en la que la
libertad de expresión era más que un derecho, una obligación. En la que las
palabras y las ideas brotaban y fluían sin cesar. Se erradicó por completo cualquier
intento de revolución popular, cualquier intento de luchar por una sociedad más
justa, solidaria y confraternizada. Y se instauró el tiempo del pensamiento
único, del miedo a la verdad y de la censura.
A ello, hay que sumarle la escaramuza final, una lucha de
desgaste, que se libró entre las más que mermadas fuerzas revolucionarias, bajo
la máscara de la clandestinidad y la infiltración, y la maquinaria franquista,
imparable en su labor represora.
La represión, por su propia naturaleza, se encarga de
detener y acallar cualquier voz contestataria y opuesta a lo propugnado por el
poder. Su misión principal se basa en crear un clima de terror y desconfianza,
a través del despliegue violento y desmedido de sus fuerzas contra cualquier
forma de disensión, que impida que germinen ideas de calado revolucionario en
el resto de la sociedad.
Y en ese sentido, el
régimen franquista cosechó una importante victoria (más importante que la
bélica, si cabe) frente a sus adversarios. Sin dejar de lado los valiosos hitos
logrados por la izquierda durante (y con anterioridad) la mal llamada
transición democrática, los acontecimientos así lo demuestran.
[Llegado el punto en el que tocaba luchar, decidimos
claudicar (bajo el pretexto del consenso). Llegado el momento de exigir,
decidimos permitir. Llegado el momento de continuar lo que nos habían
arrebatado, decidimos seguir con lo que nos imponían (sí, una vez más). Llegado
el momento de decir “¡no, hasta aquí!”, decidimos tragar y decir sí.
¿Democracia?, ¿transición? Ja, me río yo de semejantes palabrejas.]
Lo demuestran, porque cuando se nos brindó la oportunidad de
tomar partido en la política, aunque de manera nimia, decidimos votar a los
mismos que nos habían gobernado con puño de hierro y que sólo habían cambiado
de careta (y no de bando).
Lo demuestran, porque el dictador no murió en la horca, sino
en la cama, en paz.
Lo demuestran porque aún mantenemos en pie su última
voluntad.
Y así fue como, unos por miedo, otros por comodidad, otros
por ignorancia, otros por agotamiento, otros por rutina, otros por desinterés…
la mayoría se desvinculó de la política. Era el momento perfecto para las
excusas… y para los motivos, pero nos decantamos por lo primero.
Eso de la “apertura democrática” sonaba francamente bien.
Por fin, íbamos a poder emular a nuestros vecinos europeos. ¿Quién en su sano
juicio iba a oponerse a tal avance, a tal progreso? Con un sólo y minúsculo
voto cada cuatro años, íbamos a poder disfrutar de una soberanía plenamente
democrática y ciudadana. No haría falta interesarse por la macroeconomía, ni
por los aspectos sociales… Simplemente bastaría con sopesar detenidamente, cada
cuatro años, a quien podríamos votar. O ni eso siquiera, se podría pensar la
noche antes de los comicios, así ahorraríamos tiempo y esfuerzos baldíos. Sólo
faltaba aquel eslogan de: “En cómodos plazos y sin intereses”. Pero,
desgraciadamente, intereses siempre los hay, ¡y vaya si los había!
Además, con la llegada de la “democracia” pudimos conocer de
primera mano las bondades y excelencias del sistema capitalista. ¿Qué
importancia podría tener el desmantelamiento progresivo de los sectores
públicos estratégicos para cualquier sociedad justa y equitativa que se preste?
¿Qué importancia podría tener trabajar más horas de las que se cobraban, o como
mucho cobrarlas en negro, si lo ilusionante era poder disfrutar de dinerito
contante y sonante? Dinero con el que uno podía satisfacer todos sus impulsos
consumistas irracionales y aparentar felicidad, donde en realidad se ausentaba.
Había llegada la hora del descanso, del deleite, del vicio… Atrás había quedado
aquella etapa de represión dictatorial, de sufrimiento, de lucha clandestina…
Ahora tocaba disfrutar de la dolce vita, tocaba una estancia en el paraíso tras
el infierno. Trabajar para comprar, sin pararse a pensar: podría ser el eslogan
en este caso.
Como un esclavo que ha vivido toda su vida en cautividad y
que, repentinamente, es despojado de su yugo y sus grilletes, confundimos
libertad con libertinaje, creyéndonos ciudadanos cuando somos, en verdad,
idiotas (ἰδιώτης), a un paso de convertirnos en
ilotas. Optamos por el vicio, el deseo
material, la desidia y la ignorancia… Creyendo que eso nos haría más libres que
antes.
Desaprendimos a participar en la política, olvidamos el
sentido y la importancia de una conciencia activa y comprometida. Delegamos
nuestras responsabilidades como ciudadanos en unos señores que vestían con
traje y corbata y que dialogaban con majestuosidad en un hemiciclo. Desapareció
la figura de Franco, pero no el franquismo. Lo teníamos tan interiorizado, tan
mimetizado, tan inculcado… Que seguimos comportándonos como súbditos, como
lacayos a los que su señor agasaja con unas cuantas baratijas, que brillan
mucho, eso sí, pero que no dejan de ser lo que son: migajas.
Y ahora, encima, vienen a reclamarnos la cuenta de nuestra
barra no tan libre. Y nosotros descubrimos que nos tienen bien agarrados por la
pechera (por no citar otras partes más púdicas)… Algunos se dan cuenta de que
en este juego, las cartas estaban repartidas con cierta manipulación
escandalosa, que el resultado ya estaba pactado… Y a nosotros, como tontos, nos
toca, nuevamente, perder. Y nos lo tenemos bien merecido, sí señor, no todos,
por desgracia, pero si la mayoría… Y es que el rebaño nunca dejará de ser
rebaño, al parecer.
Pero no hay lugar para llantos y lamentaciones, no es el
momento pertinente para imprecaciones y ataques furibundos. Es el tiempo de
actuar, de rectificar nuestros errores, de resarcirnos de nuestro pasado y de
reconciliarnos con nuestro futuro. Si uno es capaz de abrir una ventana a la
esperanza, podrá atisbar un horizonte repleto de inseguridades y temores, pero
también de valores, de ideales, de sueños, de personas…
Como comentaba al inicio, la instauración de la dictadura
franquista cercenó las posibilidades de establecer una sociedad basada en el
respeto, la solidaridad y la justicia, entre otros valores. Por aquel entonces,
los lastimeros ideales se vieron forzados a huir envueltos en improvisados
petates de la mano de miles de exiliados. Aquellos moribundos ideales
agonizaron lentamente, al igual que los incontables cuerpos exánimes de tantos
y tantas bajas republicanas.
Ahora ha llegado la hora de recuperarlos, de revivir el
espíritu revolucionario que se estaba gestando durante la guerra civil, de
apoderarse de la soberanía por la fuerza, por la fuerza de las palabras, de
remar todos en una misma dirección. Ha llegado la hora de despertar del eterno
letargo en el que estamos inmersos, de adquirir una conciencia plena y activa,
de reanimar el poder que siempre ha estado en el pueblo, aunque lo ignoráramos.
Ha llegado la hora para todos aquellos que comparten un
mismo anhelo de justicia y de libertad, para aquellos que creen en un futuro
mejor, para aquellos que ven un retoño y no un bosque arrasado. Para aquellos
que están hartos de las excusas y de las espaldas, y que tienen ganas de
aferrarse a los motivos y de dar la cara. Para aquellos a los que no les
importa arrimar el hombro y luchar codo con codo, sin escatimar esfuerzos,
hasta el último aliento. Para aquellos que han decidido tomar la iniciativa
porque se han cansado de esperar al mesías.
En todos y cada uno, se alberga un corazón que late con la
fuerza de un huracán. Es el espíritu de la revolución que ya se ha extendido
por todo su ser y que se ha adueñado de su voluntad. No intentes nada, déjalo
fluir y él te marcará el camino: el destino es una opción, la lucha, una obligación.
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